Sé que carece de sentido.

Hoy ha sido una mañana divertida en la que hemos ultimado detalles del cartel para la próxima aventura. África.

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Al llegar a casa, a su silencio y sentado en el sofá, una vez más, como antes de cada viaje, mil miedos silbaban a mi alrededor. Susurros de ultratumba que me han impedido comer. Una tristeza a invadido mi alma secando mí cordura, rebosando mí corazón. Mis hijos adultos sin mí en diapositivas irreales que solo puede proyectar un hemisferio del cerebro. Imágenes gráficas del último día, del primero en no estar. De pronto me he sentido como un malabarista sin equilibrio, un cirujano con Parkinson, un… un estúpido egoísta. La sensación del salar de Uyuni a vuelto a mi memoria, recordando la impotencia y la alta probabilidad de no volver a ver a los míos. La impotencia en mayúsculas. La desesperación tatuada o esas esposas ancladas en un árbol en la playa, sin llaves, mientras llega un tsunami. Aquellas ganas de gritarle “te quiero” aunque el orgullo, la falta de comunicación o lo que fuese, esculpió aquel glaciar entre los dos hace ya meses o quizás años.

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Me he dirigido a un grifo que goteaba menos que yo, he llenado un vaso de agua notando el frío líquido descender dentro de un cuerpo seco. Seco por la cordura. Odio estos momentos de cordura en los que se me olvida todo lo irracional que he conseguido. Por un momento he olvidado ese sexto sentido que me ha cuidado y me cuidará siempre. He olvidado que no viajo para huir. Que un día aprendí que viajando aprendí y que los problemas viajan con uno. Que si lo hago es porque es maravilloso y que algún día miraré atrás con la sensación de los deberes hechos. Al ir al baño para mojarme la cara, al mirarme al espejo, una sonrisa me ha devuelto. Se que carece de sentido, pero… ¿algo lo tiene?