Es más que curioso lo tiernito que se pone uno cuando está, o cree estar, a punto de morir. Quizás suene exagerado pero es lo que he sentido en estos últimos días tras enfermar como un perro. No me preguntéis que ha pasado exactamente por mi organismo durante estos días, porque no lo sé. Primero fue mi mujer y el niño, llegando este último a 39.7 grados de temperatura y la mamá un grado menos. Como la naturaleza es sabia y siempre deja a uno libre para que haga la comida y friegue los platos, en cuanto se curaron los dos a mi me sacaron del banquillo para que comenzase a calentar. 

No recuerdo en mi vida un malestar, vulnerabilidad e impotencia igual que la que he pasado estos días. Aunque aquí hay hospitales, el enfermo blanquito tiene otro concepto sobre la palabra “Hospital” por lo que enfermar para mí aquí, es como hacerlo en medio de una pequeña barca a remos perdida en medio del Océano. Los fantasmas del Covid sobrevolaron sobre la casa como cuervos de ojos rojos. O a mi me había dado más fuerte que al resto de la familia o soy el más quejica de los tres. Mientras la fiebre subía, me tranquilizaba que la familia ya estaba bien y que lo peor por ver, que fue ver convulsionar a mi hijo por la fiebre, ya había pasado, volviendo a llenar la casa con ganas de jugar y esa nueva meta que es la de subir escaleras a gatas y mantener el equilibrio de pie, apoyando solo una mano. 

Y de repente frío como si un cubo de agua aterrizara en mi piel. Temblores debajo de la manta, la sensación de estar menguando, de volver a la posición fetal que luego me mandó a la vida, como si ahora me esperara la muerte. ¿Dónde está el resto de la familia? ¿Qué hora es? Y buscas un reloj por algún lado como faro de día. El pecho parecía estar enjaulado en un estrecho enjambre de alambre de espinas mientras que el cerebro pedía que no me moviese. Es de noche, necesito ir al baño pero me es prácticamente imposible llegar a el, mientras que la semana anterior pude correr casi treinta kilómetros entre dunas y carreteras. Es increíble. Toso y me duelen hasta las muelas. Toso más fuerte y siento como la presión sube a la cabeza como una prueba de fuerza de feria con martillo y torre con campana en lo más alto.

Y en una de esas debió ser cuando morí. 

El ir y venir en el box era un trajín que apenas daba tregua para un instante de relajación. El estridente sonido de maquinas apretando y aflojando neumáticos se mezclaba con el griterío de la grada y las conversaciones de ingenieros. También se podían escuchar los comentarios de los reporteros en las pantallas. Mi escudería tenía problemas con la elección del piloto y realmente no sabía cual era mi papel ahí dentro entre tanta gente preparada para tal evento de Formula 1. No me preguntes que gran premio se disputaba porque no lo sé, ni creo que sea importante. Yo parecía estar en un segundo plano. Estaba pero no estaba. No era consciente si me veían o no e incluso si mi presencia era revelarte o simplemente inapreciable. Me busqué las manos en un intento de averiguar cual era mi papel, pero no pude ver ninguna pista ya que ni las manos vi. Definitivamente aquello debía ser estar muerto pero no entendía por qué el supuesto cielo era una carrera de Formula 1. Finalmente entró un piloto en uno de los monoplazas y como si de un videojuego se tratara me vi inmerso en el cuerpo de aquel piloto. El calor que había dentro del coche era abrumador aunque la adrenalina del momento disminuía los efectos. 

A cámara rápida, curva tras curva. ¿Treinta segundos? Como mucho fue ese el tiempo que tardé en completar las setenta y una vueltas, los más de trescientos kilómetros que hice en total para luego salir con la misma velocidad del monoplaza y volver a estar sentado en una esquina del box. No sabía si lo había hecho bien o mal, si había ganado o en que puesto había quedado y parecía dar igual. Nadie me veía, o todos me ignoraban. Me sentía como aquel que llega donde muchos quieren pero sin méritos, por puro enchufe. 

Comencé a sentir que estorbaba más que aportaba en el box, así que sin avisar a nadie, me fui de allí por una puerta trasera en dirección a la libertad. 

Desperté en un charco de sudor frío que me calaba hasta los huesos. Aún desconcertado me intenté levantar y la habitación con base ovoide comenzó a oscilar con cada uno de mis movimientos. No podía levantarme cual resaca de Domingo. Quería vomitar pero dónde y si me hacía esa pregunta era porque había un alivio, un margen de maniobra. Cogí el termómetro y me avisó de los casi treinta y nueve grados de temperatura que emitía mi cuerpo. ¿Y ese frío? La semana anterior había llegado a correr en un solo día la no desdeñable distancia de treinta kilómetros corriendo (¿Me estoy repitiendo? debe ser la fiebre) y ahora no podía prácticamente, bajarme de la cama. No podía con mi alma. Me faltaba el aire y miles de puñales se clavaban en mi cuerpo. Negativo en Malaria, en Covid. ¿Que podía ser? ¿Morirse era así? Es demasiado común escuchar por respuesta en Mozambique, cuando la pregunta es ¿Cómo murió? Que te respondan “No se sabe” ya que no se le hace la autopsia a todos los cuerpos que dejan de palpitar. Cuando mejor estaba… al boquete. 

Esa maldita sensación duró unos tres día y a la semana siguiente aún había retales de la enfermedad vagando por mi cuerpo. Cansancio, dolor muscular y esa ligera sensación de estar cargando con una loza invisible. Hoy día sigo sin poder entrenar aunque lo intentaré esta semana. 

Ha sido un año incómodo, porque decir horrible sería quizás demasiado dramático. Pero sí, ha sido un año en el que hablando con mi mujer, han sido demasiadas veces las que he dicho “Todo lo que se pueda arreglar con dinero, no es un problema, es una incomodidad. El problema es que te llame el médico y te diga que te quedan tres meses de vida… eso es un problema” y el ejemplo se hizo realidad y me faltó lo que más se debe valorar; la salud. 

No soy de las personas que necesitan salir de un cáncer para valorar la vida, ya que he tenido otros motivos de otra índole aunque con el mismo resultado en mi perspectiva de vida, como para no valorar cada día, aunque quizás es cierto, que estaba perdiendo el foco por ponerme unas metas este año, que probablemente no se cumplan y menos aún cuando no están en mi mano. 

Para el año próximo, ya que este 2023 estoy deseando que se muera (lo cual es una gilipollez ya que el cambio debe venir esta misma tarde o al menos proyectarlo desde ya y no pensar que por cambiar de dígito vaya a cambiar nada) como decía, en 2023 me he propuesto o me voy a proponer seguir sin cumplir objetivos que realmente no me hacen feliz y que me chupe un huevo, sin remordimientos. Y esta vez sí o sí, para 2024 me he de comprar mi primera moto, al menos, casi casi nueva y que sea perfecta para las condiciones que me ofrece Mozambique. Por lo menos una de motocross debe haber en el garaje para salir a jugar al enorme patio que tengo frente a casa… que aquí un día estas cantando y al otro día le están diciendo a tu mujer “Fue un virus” y a las dos semanas ya nadie hablará de ti.

¿Lo de las carreras de Formula 1? No lo sé. No se que puede significar. Aunque si queremos sacarle punta a todo como si todo debe tener sentido, atando cabos, podríamos decir que en la vida nos pasamos deseando algo desde pequeño y cuando llegamos, o aprendemos a saborear del efímero momento o habrá sido un absurdo todo el proceso, porque tendemos a no disfrutar del proceso, cuando el resultado final, en este caso correr en Formula 1, puede ser una tarde el momento cúspide… una tarde, unas vueltas… y se acabo. O todo esto… o simplemente que si te quedas dormido con casi 39 de fiebre y viendo La Formula 1 de Netflix, el cerebro haga su magia. Me da igual… a mi me ha valido como excusa para comprarme una moto. (Al carajo pipa)

Un fuerte abrazo y no dejen de vivir… que si no te mueres… incluso en vida.